La producción industrial genera más del 40% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono (CO2) –principal gas de efecto invernadero, aunque no el único- por lo que el papel y la responsabilidad del tejido empresarial en la lucha contra los peores efectos del cambio climático están claros. De hecho, el diario británico The Guardian reveló en 2019 que sólo 20 empresas han sido las responsables, entre los años 1965 y 2017, de más de un tercio de las emisiones a la atmósfera.
Existe un consenso general, no solo en la necesidad de tomar medidas drásticas contra el calentamiento global, sino en la urgencia de implementarlas ya. Una de las más importantes es precisamente la reducción de la llamada huella de carbono, rebajando buena parte -o incluso eliminando de raíz- el volumen de gases de efecto invernadero que producen las actividades económicas.
El compromiso político de la Unión Europea por alcanzar una economía climáticamente neutra está reflejado en el Marco de Políticas de Energía y Cambio Climático 2021-2030 o Marco 2030. Entre otras actuaciones en materia de clima y energía, se establece un objetivo vinculante para todos los países miembros de, como mínimo, un 55% menos de emisiones de gases de efecto invernadero en comparación con 1990.
Por su parte, España anunció el pasado mes de abril que las grandes empresas tendrán que calcular y publicar los informes sobre sus emisiones de gases de efecto invernadero. Aún sin definir qué tipología de empresas estarán implicadas, sí parece seguro que deberán elaborar y publicar un estudio que incluya “un objetivo cuantificado de reducción en un horizonte temporal de cinco años junto con medidas para su consecución”.
En este horizonte más o menos inmediato, se están moviendo muchas grandes empresas que ven la captura, transporte y almacenamiento de CO2 como una de las vías posibles para reducir sus emisiones a la atmósfera y contribuir así a mitigar los efectos del cambio climático. En esencia, el objetivo de esta técnica es evitar que el dióxido de carbono se libere en el aire.
En primer lugar, se captura el CO2 en su fuente, separándolo de los otros gases –vapor de agua, metano, ozono, clorofluorocarburos (CFC), etc- que se generan en los procesos industriales. Las tecnologías más utilizadas son: precombustión, postcombustión y oxicombustión.
En segundo lugar, el CO2 capturado pasa por un tratamiento de compresión y purificación previo a su transporte, que se realiza a través de gasoductos de alta presión y cisternas en trenes, barcos o camiones.
Por último, se almacena en un lugar que no esté en contacto con la atmósfera. Normalmente se escogen formaciones geológicas subterráneas con profundidades superiores a los 800 metros, ya que la presión lo mantiene en un estado similar al líquido; es decir, a alta densidad. Además, para evitar fugas se escogen formaciones geológicas singulares, con rocas porosas para el almacenamiento con una ‘roca sello’ superior que minimiza el riesgo de salida, haciendo que el CO2 permanezca allí durante siglos.
Aunque técnicamente es viable, la captura, transporte y almacenamiento de CO2 alberga todavía preguntas por resolver: ¿Es aplicable a todas las empresas? ¿Desde un punto de vista ecológico, es seguro almacenar durante cientos de años dióxido de carbono en el fondo del mar? ¿Qué legislación puede abarcar varios siglos? ¿Qué pérdidas de CO2 son asumibles para el medio ambiente una vez almacenadas?
Además de estas cuestiones, uno de los interrogantes que más preocupa al sector industrial es quién asumirá los costes y, sobre todo, en quien revertirán. Hay empresas que ya están optando por un nuevo enfoque que posibilite un trampolín hacia un futuro sin emisiones de carbono, pero con otro tipo de técnicas en las que asumen la reducción y captura, pero sacan de la ecuación el transporte o el almacenamiento.